Reseña de la última obra de Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero.
Manuel M. Navarrete
“En la ciencia no hay calzadas reales y sólo llegarán a sus cimas luminosas quienes no escatimen esfuerzos para escalar sus senderos escarpados” (Karl Marx, prólogo a la edición francesa de El Capital, 1872).
I
Este artículo pretende ser una reseña de El orden de El Capital, el último libro de los profesores Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, que acaba de ser publicado por la editorial Akal, con prólogo de Santiago Alba Rico. Pretende, asimismo, ofrecer una somera exposición de ciertas claves de El Capital, acercando la obra magna de Marx a algunos de nuestros lectores que, a priori, podrían considerarla una lectura cuanto menos áspera. Trataremos de convencerlos de que, muy al contrario, afrontar El Capital les resultará siempre fascinante.
En esta nueva colaboración, los autores del polémico contramanual de Educación para la ciudadanía (y de una visión ilustrada de la Revolución Bolivariana publicada por Hiru: Comprender Venezuela, pensar la democracia) exponen tesis que, sin duda, van a dar mucho que hablar. Sin embargo, se piense lo que se piense de dichas tesis, nadie podrá discutir que esta nueva obra constituye un novedoso instrumento desde el que acercarse a El Capital y arrojar luz sobre sus implicaciones.
Fernández Liria suele comentar que, hace una década, justo cuando se disponía a publicar un libro sobre El Capital, Luis Alegre (por aquel entonces, alumno suyo) descubrió un pequeño hilo suelto en la argumentación y, tirando de él, toda la obra se deshizo. El problema surgió a partir del desconcertante hecho de que Marx, después de haber expuesto en el libro I de El Capital que toda mercancía tiene un valor de uso y un valor (de cambio), nos informa, en el libro III, de que las mercancías... no se venden a su valor (tal como éste concepto había sido definido en el libro I), sino a su “precio de producción”. ¿Qué sentido tiene entonces la ley del valor? ¿De qué fenómeno puede dar cuenta? ¿Qué realidad invisible puede sacar a la luz? ¿Para qué, en suma, la pone en juego Karl Marx? II
Para empezar, hay que tener en cuenta el dispositivo conceptual que Marx desarrolla en la Sección 1ª del libro I de El Capital. El pensador alemán (un “Galileo de la historia”, en palabras de Liria y Zahonero), en su pretensión de hacer ciencia (y no mero empirismo), genera unas condiciones artificiales de laboratorio que le permiten aislar determinados fenómenos. De este modo, nos sitúa ante un mercado simple de libres productores independientes que intercambian sus mercancías (es decir, productos fabricados para ser vendidos, y no para consumirlos). En dicho mercado, se intercambiarían equivalentes, ya que cada productor buscaría su propio interés y esto generaría un equilibrio espontáneo. Pero ¿qué cualidades comunes podemos encontrar entre dos mercancías completamente diferentes, que posibilite que dichas mercancías sean intercambiadas? Únicamente dos: saciar necesidades humanas (valor de uso) y ser productos del trabajo (mediremos ese trabajo en horas de trabajo: valor de cambio... o valor). Sólo más tarde surgirá, necesariamente, una mercancía que será adoptada como equivalente general (el dinero) y con respecto a la cual se originará un fetichismo, que, erróneamente, hará percibir en ella (y no en el trabajo) la verdadera fuente del valor.
Al final de la Sección 2ª, sin embargo, Marx nos despierta de la ilusión, invitándonos a abandonar la ruidosa esfera de la circulación para seguirle hasta la zona de “No admittance except o n business” . Nos recuerda, en este punto, que el mundo real no está constituido por productores independientes que intercambian mercancías equivalentes, sino estratificado en dos clases fundamentales, una de las cuales compra la fuerza de trabajo y otra de las cuales la vende. En este caso, las mercancías que se intercambian son salario por un lado y fuerza de trabajo por el otro. Resumiendo mucho, por razones de espacio, diremos que la fuerza de trabajo, al trabajar, genera una cantidad de valor superior a la que el salario podrá adquirir más tarde en el mercado. A ese “más-valor” Marx lo denomina, sencillamente, plus-valor. A la clase de hombres que compra fuerza de trabajo, clase capitalista. Al dinero que estos hombres vuelcan en la circulación con el objetivo de generar plusvalor, sencillamente capital. De este capital, una parte será constante (el empleado en materias primas e instrumentos de trabajo, como hoces y martillos) y otra variable (el empleado en contratar a la fuerza de trabajo, cuyo trabajo es el que hace variar la suma inicial de dinero, obteniendo más dinero que, más tarde, volverá a reinvertirse, dando lugar a una reproducción ampliada).
Pero ¿cómo se llega a esta situación, que ahora nos parece tan natural, pero que no deja de ser absurda, en la que unas personas son compradoras ricas y otras vendedoras pobres de fuerza de trabajo? ¿Cómo se desemboca en un mundo en el que unos hombres “eligen” trabajar gratis para otros durante varias horas al día (las horas en las que producen el plusvalor) y en el que el intercambio (fuerza de trabajo vs salario) no se da entre valores equivalentes (mundo en el que no rige, por tanto, el principio republicano de igualdad)?
III
En respuesta a estos interrogantes, en los dos últimos capítulos del libro I, Marx introduce algo que, a primera vista, podría parecer una enmienda a sí mismo, pero que cobra sentido dentro de su orden de exposición lógico-categorial: la “acumulación originaria” de capital, que, en toda Europa, tras finalizar la Edad Media, supuso un prolongado y violento proceso histórico de expulsión masiva de la población campesina de sus tierras. También nos habla de la historia de Mr. Peel, empresario de la época que llevó un ejército de trabajadores a Australia, junto con todos los materiales necesario para construir una fábrica, pero que se encontró con que sus trabajadores lo abandonaban para establecerse como campesinos en la tierra virgen de Oceanía (en la cual, por aquel entonces, aún no se había producido una “acumulación originaria”).
¿Qué significa esto? Que una persona sólo vende su fuerza de trabajo cuando ha sido privada de cualquier otro sustento vital (como la tierra). Para Liria y Zahonero, éste es un hecho fundamental, porque de él se deduce que, a pesar de la ficción con la que la sociedad moderna se representa a sí misma, nuestro mundo no está constituido a partir del principio de la propiedad individual (requisito kantiano de la independencia civil, es decir, del principio ilustrado por antonomasia, junto a la libertad y la igualdad), sino, precisamente, a partir de su aniquilamiento y sustitución por la gran propiedad capitalista (que supone, en palabras de Marx, la expropiación del 90% restante de la sociedad).
Sin embargo, en el libro III, nos encontramos con una nueva vuelta de tuerca: el plusvalor se convierte en ganancia y el valor en precio de producción. ¿Qué significa esto? En el libro I, que narraba cómo funcionaría la circulación mercantil si existiera, digamos, una sola empresa, sólo el capital variable hacía variar (y, obviamente, crecer) el valor inicial desembolsado por el capitalista, mientras que el constante (maquinaria y materia prima), al hacer uso de él, iba transmitiéndose al valor de la mercancía progresivamente. Ahora, sin embargo, en mitad de la concurrencia capitalista, nos encontramos con que se produce una nivelación de las tasas de ganancia y las empresas no obtienen beneficios en función del dinero invertido en capital variable, sino una cantidad proporcional al capital total invertido. ¿Por qué? Porque, en una situación de competencia, los precios que establece una empresa están determinados por la tasa de ganancia media de su rama, y no por la tasa de plusvalor creada en el interior de dicha empresa en particular. De este modo, si puede vender un poco más caro (aprovechando, por ejemplo, una productividad superior a la media), en su ánimo de lucro, lo hará. El juego de la oferta y la demanda, además, tiene también su influencia sobre el precio final de mercado.
Pero, entonces, ¿qué sentido tiene para Marx la ley del valor? ¿Por qué Marx, al inicio de El Capital, nos remite a un mercado generalizado de equivalentes, si éste nunca ha existido históricamente? ¿Por qué al final del libro I introduce lo que, sólo en apariencia, sería una auto-enmienda? ¿Y por qué en el libro III, miles de páginas más tarde, nos aclara finalmente la cuestión de los precios? ¿Qué sentido tiene, en suma, el desconcertante orden de los capítulos y libros de El Capital?
IV
Según la teoría de Liria y Zahonero, la ley del valor no consigue determinar los precios, porque tampoco lo intenta. Para Marx, la cuestión de cómo los capitalistas se reparten el plusvalor entre ellos es algo secundario (que se afronta, como hemos visto, en el libro III). Lo primordial es investigar cómo es posible que en la sociedad moderna aparezcan dos clases fundamentales de seres humanos: los compradores ricos y los vendedores pobres de fuerza de trabajo. Para fundamentar el concepto de explotación, era estrictamente necesario construir previamente el concepto de plusvalor (y los conceptos de trabajo necesario y plustrabajo, dando cuenta de cuántas horas diarias trabaja el obrero para sí mismo y cuántas lo hace gratuitamente para engordar la fortuna del capitalista) y, obviamente, este concepto de plusvalor no podía construirse sin la teoría del valor. También es significativo que Marx abandone, desde el principio, la denominación “valor de cambio”, para hablar de algo diferente: el “valor”.
Pero no fueron pocos, nos dicen Liria y Zahonero, los marxistas que vinieron a embrollar aún más la situación, recurriendo al as en la manga de la aufhebung hegeliana, capaz de dar cuenta de una identidad entre contrarios (en este caso, entre los libros I y III de El Capital). Al igual que Althusser (pero a diferencia de Lukács o, por citar un autor actual, Kohan), Liria y Zahonero consideran que Marx, tras su ruptura epistemológica, conserva la dialéctica como un mero recurso expositivo, pero no como dispositivo teórico fundamental ni como método de comprensión de la realidad. Para nuestros autores, el precio no es la verdadera expresión del valor, sino que estos dos términos remiten a dos consistencias estructurales diferentes, con implicaciones diferentes también. Porque la primera de ellas, la consistencia-valor, al estar determinada sólo por el capital variable, remite a las mercancías como productos del trabajo humano, no considerando todavía dicho trabajo como la consecuencia de una inversión de tipo capitalista. En cambio, desde la categoría “precio de producción” (es decir, desde los ojos del capitalista, desde la circulación del dinero como capital y no como simple dinero), las diferencias entre funcionar y trabajar (capitales constante y variable), o incluso entre invertir y trabajar (compra y venta de fuerza de trabajo), se diluyen, al no tener consecuencias económicas directas para su bolsillo. Sin embargo, para el científico social, dichas diferencias sí conllevan cruciales implicaciones metodológicas, porque someten al sistema a dos interrogantes distintos.
Así pues, la construcción, al inicio del libro I, de lo que anteriormente denominamos “condiciones artificiales de laboratorio” nos permite aislar un fenómeno (el de la explotación de una clase por otra), mientras que, en contraste, el libro III constituye ya una constatación empírica y descriptiva del funcionamiento real de la sociedad capitalista. Y el orden de los libros de El Capital no implica, como asumió una parte de la tradición marxista, que baste tirar del hilo de la “libertad-para-hacer-lo-que-quiera-con-lo-que-es-mío” (es decir, de la lógica del libro I) para obtener, sin más, el mercado generalizado capitalista (o sea, la lógica del libro III), sino que, por el contrario, para llegar a esta última situación fue necesario, como ya hemos visto, introducir un mecanismo completamente ajeno y diametralmente opuesto a esa o cualquier otra libertad: el terror y la sangre de la acumulación originaria.
V
Los economistas burgueses, por su parte, acusaron naturalmente a Marx de incoherencia, ya que no comprendieron (o no les interesó comprender) el papel de la teoría del valor en la Sección 1ª de El Capital. Además, en su grotesco afán por justificar la estructura del poder capitalista, estos economistas trataron de asimilar nuestra realidad a un mercado justo e igualitario, en tanto que todos, compradores y vendedores de fuerza de trabajo, aparecen como propietarios de algo, que intercambian libremente. Sin embargo, la Ilustración (empezando por Kant) jamás habría aceptado la ficción jurídica que supone llamar propietario al que no posee nada exterior a sí mismo, salvo su propio pellejo, porque, obviamente, tal noción carecería de sentido jurídico, ya que, en ese caso, nadie podría no ser propietario. El pensamiento ilustrado tampoco habría aceptado jamás que se pudiera considerar ciudadano a alguien desprovisto de independencia civil; es decir, a alguien que, al no poseer nada, depende de otros para obtener su sustento.
Ahora bien, efectivamente, una vez puesta en juego la “acumulación originaria”, una vez despojada la población de sus medios de subsistencia, los obreros aparecerán en el mercado y venderán su fuerza de trabajo libremente (aunque, en cambio, no tendrán libertad para cambiar de “sector” y pasar a ser compradores, en lugar de vendedores, de fuerza de trabajo...), especialmente porque la única alternativa a ejercer esa peculiar libertad (la libertad, recordemos, para vender fuerza de trabajo) será, en realidad, la muerte de hambre. Por otro lado, una vez activado este mecanismo, una auténtica liberación se hace imposible, porque, en la esfera económica, todo incremento de la libertad individual conllevará, automáticamente, un incremento de la dominación y un deterioro de las condiciones de vida. ¿Por qué? Porque, por ejemplo, si la negociación de los contratos de trabajo es libremente individual, en lugar de imperativamente colectiva, dada la existencia de una masa permanente de parados (que Marx llama “ejército industrial de reserva”), siempre habrá alguien dispuesto a vender su mano de obra por un salario más bajo del que perciban los que ya estén trabajando. Así, de no existir la negociación colectiva y sindical, los salarios descenderían hasta el límite mínimo de la subsistencia, generándose, como demostró Karl Polanyi, unas condiciones sencillamente incompatibles con el ejercicio de cualquier libertad o derecho.
Así pues, ni igualdad, ni independencia civil, ni libertad. El capitalismo no fue (como trata de aparentar) el legítimo sucesor de la Ilustración, sino que, en un auténtico coup d'état, la traicionó y falsificó descaradamente. Tal es la tesis fundamental de este sugerente libro (tesis en la que aquí, por razones de espacio, no profundizaremos más, pero para cuya comprensión recomendamos la lectura directa de la obra de Liria y Zahonero).
VI
¿Qué alternativas nos deja esta situación? La socialdemocracia, nos dicen nuestros autores, ha tratado de reformar el capitalismo o de hacerlo “más humano”, sin comprender que el Estado de bienestar fue una excepción histórica, lograda hace más de medio siglo por un sindicalismo radicalizado y ante la presión política de la Unión Soviética (que tenía una “quinta columna” en todos los países del mundo), es decir, en una correlación de fuerzas que no volverá a darse en mucho tiempo, si es que se vuelve a dar. Para colmo, la socialdemocracia no tuvo en cuenta que el nivel de vida del Primer Mundo es un privilegio imposible de generalizar a todo el planeta, dato que ha sido demostrado matemáticamente por el Global Footprint Network (California). Obvió, asimismo, que, bajo el capitalismo, el Estado de bienestar sólo es posible sobre la base de lo que Emmanuel Arrighi denominó “intercambio desigual”. Dado que los capitales no chocan contra fronteras institucionales, pero las personas sí, la clase obrera no podrá trasladarse a las empresas del mundo que ofrezcan mejores salarios, sino que, con suerte, podrá elegir entre las que existan en un determinado país. Por tanto, aunque las tasas de ganancia tenderán, como siempre, a nivelarse a escala global (nivelación de la que, como vimos, dependen los precios), las tasas de explotación, en cambio, serán diferentes en cada marco de relaciones laborales, en función de los éxitos y derrotadas en las luchas políticas, sindicales y de clases. En consecuencia, un salario primermundista dará acceso a bienes en los que habrá cristalizada una cantidad de horas de trabajo tercermundista muy superior a la que el trabajador primermundista ha necesitado efectuar para cobrar su salario, produciéndose, de facto, un fenómeno de explotación global del norte al sur (lo que, obviamente, no anula la contradicción entre clases también existente en el norte).
Descartados el capitalismo (que motiva esta auténtica barbarie) y la socialdemocracia (ineficaz para contener al capitalismo), como conclusión, Liria y Zahonero aclaran cuál es la alternativa que proponen: el comunismo, la cooperativización o incluso estatalización de los medios de producción. Sin embargo, aclaran también que, como proyecto político, no están dispuestos a defender cualquier versión posible del comunismo (como tampoco lo estuvo Marx), sino sólo una versión que respete los principios de la Ilustración (que el capitalismo, como hemos visto, proclama pero a la vez anula): la igualdad, la independencia civil y la libertad, como exigencias irrenunciables de la razón. Además, matizan que, en una sociedad socialista, podrían encomendarse determinadas funciones, como la asignación de recursos escasos, a un mercado controlado.
VII
Ésta es, pues, la resurrección de Marx que los autores de El orden de El Capital proponen. Una resurrección que, por supuesto, tendrá sus seguidores y sus detractores. Pero a la que todos, incluso sus detractores, tendrán que reconocer el mérito de ir más allá de la mera-repetición-inútil de las ideas de nuestro gigante del pensamiento y, en definitiva, de proponer algo mejor: una reapropiación crítica de su genial método de análisis de la sociedad capitalista. Un método que, a día de hoy, sigue demostrando extraordinaria fertilidad. Esperamos, para terminar, que no sea preciso insistir en la importancia (tan subestimada por la estrechez de miras del espontaneísmo) del análisis teórico para un correcto diseño de la táctica política. Por eso, como dirían los autores de esta magnífica obra, hay que leer, o seguir leyendo, El Capital.
18 de noviembre de 2010
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