El discurso ambientalista apareció en la escena política internacional a principios de los años 1980. Esencialmente positivo, rápidamente se convirtió en atributo indispensable del poder legítimo. Los más importantes jefes de Estado o de gobierno lo han hecho suyo en algún momento de sus carreras. Las transnacionales más contaminadoras han financiado abundantemente los órganos de la ONU vinculados a la protección del medio ambiente. En este artículo, que presentamos en 3 partes y que no será probablemente del agrado de los ecologistas ni de sus adversarios, Thierry Meyssan hace un recuento de la perturbadora historia de la retórica ambientalista, que a menudo ha servido para manipular las buenas intenciones o el miedo al futuro como medio de justificar polémicas decisiones militares o económicas.
El presidente Gerald Ford, el secretario de Estado Henry Kissinger y el consejero para la seguridad nacional Brent Scowcroft. Después de haber estudiado las consecuencias del calentamiento climático, los tres decidieron, a finales de 1974, que Estados Unidos tenía que hacer de la reducción de la población mundial uno de sus objetivos estratégicos.
La conferencia de Copenhague sobre el medio ambiente fue el ejemplo por excelencia del abismo que existe entre la realidad de este tipo de evento y la imagen de él que nos ofrecen los medios.
Antes de la conferencia, numerosas personalidades aseguraban que el mundo se iba a acabar al día siguiente si no se hacía algo y calificaban la cumbre de «última oportunidad para la humanidad». Pero cuando ese encuentro se terminó sin alcanzar un acuerdo de obligatorio cumplimiento, esas mismas personalidades aseguraron que la situación no era tan grave, que se alcanzaría el acuerdo en futuros encuentros y que la Apocalipsis podía esperar un poco más.
Los principales medios de difusión ni siquiera dieran explicación alguna sobre el brusco viraje. Simplemente, pasaron la página.
Para entender lo que realmente sucedió en Copenhague y lo que realmente está en juego cuando se habla de la «amenaza climática» es necesario mirar hacia atrás y pasar en revista todo el proceso que dio como resultado el surgimiento de esta nueva ideología y desembocó en el show de Copenhague.
Nuestro objetivo no es abordar aquí las consecuencias de los cambios climáticos, que durante siglos han llevado a los hombres a desplazarse de una región a otra, ni predecir los próximos cambios climáticos y las migraciones que han de provocar.
Concentraremos nuestra atención en otro aspecto del asunto:
¿Cómo es que los eslóganes de unos se transforman en mentiras que todos compartimos?
¿Cómo se usa la supuesta ciencia para disimular la manipulación política?
Y finalmente, ¿cómo pueden derrumbarse de pronto los falsos consensos?
A lo largo de 40 años, las cuestiones vinculadas al medio ambiente han sido manipuladas con los más diversos fines políticos por Richard Nixon, Henry Kissinger, Margaret Thatcher, Jacques Chirac y Barack Obama.
Ninguno de esos líderes creía que los cambios climáticos son imputables a la actividad humana. Si aceptaban esa premisa era en función de otros intereses. Veamos la historia de la ecología como área de enfrentamiento de las grandes potencias.
El día de la Tierra
Todo comienza en 1969. El militante pacifista estadounidense John McConnell propone a la UNESCO la proclamación de un «Día de la Tierra» que debe celebrarse durante el equinoccio de primavera y en forma de día feriado mundial, para fortalecer el espíritu de unidad entre todos los seres humanos a través de todo el planeta.
Su sueño obtiene el apoyo del secretario general de la ONU, U-Thant, quien lo ve como una nueva oportunidad de expresar su oposición a la guerra de Vietnam. Para el diplomático birmano, al igual que para muchos asiáticos, el respeto por el medio ambiente es indisociable del respeto por la vida humana y forma parte de una búsqueda de la armonía que debe poner fin a las guerras. U-Thant implanta el «Día», pero ningún Estado sigue su recomendación.
El secretario general de la ONU organiza de todas formas una pequeña ceremonia en la que hace sonar la campana japonesa de la paz en el palacio de cristal y declara: «Que sólo haya en el futuro días de paz y alegría para nuestra nave espacial Tierra, que sigue viajando y rotando en el frío espacio con su cálida y frágil carga de vida.» [1]
No se registra entonces ninguna reacción directa por parte de Washington.
Sin conexión aparente con lo anterior, Gaylord Nelson, senador por el Estado de Wisconsin, propone aplicar las técnicas de movilización de la izquierda estadounidense contra la guerra de Vietnam a las cuestiones medioambientales estadounidenses. Y proclama el miércoles 22 de abril de 1970 como… «Día de la Tierra» [2].
Siendo Nelson miembro del partido demócrata, nadie denuncia la manipulación. Por el contrario, la prensa dominante se hace eco de su llamado y le aporta su apoyo.
El New York Times expresa su regocijo: «La creciente preocupación ante la crisis medioambiental recorre las universidades del país con una intensidad que, de mantenerse, pudiera llegar a eclipsar el descontento estudiantil contra la guerra de Vietnam» [3].
Más de 20 millones de estadounidenses participan en el evento, que consiste ante todo en limpiar ciudades y zonas rurales de los desechos amontonados. Para el presidente Richard Nixon y su omnipresente consejero Henry Kissinger se trata de un éxito inesperado.
Se demuestra así que es posible crear un movimiento diversionista capaz de competir con el movimiento antibelicista y de desviar la energía de los manifestantes hacia otros combates. La ecología tiene que apoderarse del lugar que ocupan el pacifismo y el tercermundismo.
Esta versión estadounidense del «Día de la Tierra» logrará reemplazar exitosamente a la celebración que proponía la ONU.
El senador Nelson exhorta a los manifestantes a declarar «la guerra por el medio ambiente» (sic) [4].
Bajo su influencia personal, las asociaciones estudiantiles demandan un cambio en las prioridades del momento y que una parte de los presupuestos destinados a la Defensa se transfiera a la protección del medio ambiente. Al hacerlo están renunciando, en particular, a la condena de la guerra de Vietnam y a la condena del imperialismo en general. [5]
Rápidamente, los republicanos logran imponer varias leyes sobre la calidad del aire y del agua, así como otras a favor del desarrollo de los parques naturales y de la protección del patrimonio natural. El presidente Richard Nixon crea una Agencia Federal de Protección del Medio Ambiente (US EPA, siglas en inglés), mientras que 42 Estados de la Unión institucionalizan la celebración anual del «Día de la Tierra».
La ecología se convierte, en lo adelante, en una «preocupación» de Washington y requiere por lo tanto un tratamiento especial en el plano internacional, sobre todo con vistas a neutralizar el movimiento antibelicista en el resto del mundo.
1972: Estocolmo, la primera «Cumbre de la Tierra» y el Club de Roma
En 1972, la ONU organiza en Estocolmo su primera conferencia sobre el medio ambiente humano, posteriormente conocida como la primera «Cumbre de la Tierra» [6].
El canadiense Maurice Strong es designado para ocupar el puesto de secretario general de la conferencia, responsable de los trabajos preparatorios.
Este alto funcionario dirigía la Agencia canadiense de Desarrollo Internacional [7], administración hermana de la USAID y que, al igual que esta última, sirve de pantalla a la CIA [8].
Al ocupar además el puesto de administrador en el seno de la Rockefeller Foundation, Strong encarga a esta última el documento preparatorio de la conferencia Only One Earth. The care and maintenance of a small planet (En español, “Una sola Tierra: cuidado y preservación de un pequeño planeta”), redactado por la economista británica Barbara Ward y el biólogo franco-estadounidense René Dubos. Es evidente que los recursos del planeta no son lo suficientemente
abundantes como para permitir que toda la humanidad tenga el mismo nivel de desarrollo económico. Es necesario tomar medidas de carácter conservacionista.
Aunque el tema no está todavía a la moda en ese momento, 113 Estados participan en la Cumbre. Sólo dos jefes de Estado asisten a ella: Olof Palme, primer ministro de Suecia (país sede del encuentro), e Indira Ghandi, primera ministra de la India. Se trata de dos resueltos adversarios de la política imperial estadounidense que son también resueltamente contrarios a la guerra estadounidense contra Vietnam.
Lejos de remar en la dirección prevista, las conclusiones que estos dos jefes de Estado sacan de la reflexión de la Rockfeller Foundation es exactamente inversa a la de los autores del informe. Olof Palme e Indira Ghandi afirman que si los recursos naturales no permiten extender a todo el mundo el nivel de desarrollo occidental, no es porque el desarrollo para todos sea una meta imposible sino porque el modelo occidental es inadecuado y debe ser condenado [9].
Lo cual implica que no son los pobres sino los ricos los que están poniendo en peligro el planeta.
El testimonio de los habitantes de la isla japonesa de Minamata —contaminados, a través del pescado que les sirve de alimento, por el mercurio proveniente de los desechos industriales [10]— da a conocer al mundo entero los peligros de un capitalismo sin conciencia.
La conferencia afirma que los problemas del medio ambiente van más allá de los marcos nacionales y de los bloques, exigen una cooperación internacional. Los participantes deciden entonces la creación del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).
Como las cosas están bien organizadas, los anglosajones se apoderan poco a poco del tema. Proponen poner al fiel Maurice Strong a la cabeza del PNUMA y que la sede del nuevo programa de la ONU se instale en Nairobi (Kenya), donde Strong había comenzado su carrera como representante de la compañía petrolera CalTex.
Se restablece el orden. Los participantes a esta primera Cumbre se dan cita para pasar revista a la situación dentro de 10 años.
El multimillonario David Rockefeller milita por el cese del crecimiento mundial. Apadrina un think tank, el Club de Roma [11] que paga la realización de un estudio por el equipo de Dennis Meadows (Massachussetts Institute of Technologie), estudio que se publica bajo el título The Limits to Growth [Título en español: Los límites del crecimiento] y se convierte en un best seller, un éxito de venta en las librerías.
El estudio retoma la interrogante de Thomas Malthus (1766-1834) en cuanto a si el crecimiento de la población y el consumo de esta es superior a la producción de riquezas.
Malthus planteaba este problema a la escala de las islas británicas mientras que el Club de Roma lo amplía a todo el planeta.
¿Qué será de la humanidad si la población sigue creciendo de forma casi exponencial y consumimos los recursos naturales no renovables de la Tierra?
En algún momento enfrentaremos una carencia de recursos y nuestro sistema se derrumbará.
Esta reactivación del maltusianismo en los años 1970 parece sorprendente dado que ya en aquel momento los historiadores de la demografía habían comprobado de forma convincente que el crecimiento de la población varía según los grupos humanos y que la tasa de fecundidad de las mujeres disminuye considerablemente a partir del momento en que estas tienen acceso a la educación.
Poco importa. El Club de Roma se apodera de los debates del PNUMA y enfoca la atención sobre la cuestión de los recursos no renovables en un mundo acabado.
Más allá de las críticas metodológicas formuladas contra los modelos matemáticos no diferenciados del Club de Roma, y a pesar de las lógicas esperanzas en cuanto a la posibilidad de resolver el problema gracias al progreso de la ciencia y la técnica, la opinión pública occidental se interroga en cuanto a la fragilidad de su propio sistema de desarrollo económico, sobre todo teniendo en cuenta que enfrenta en ese mismo momento una escasez temporal de petróleo, durante la guerra israelo-árabe de octubre de 1973.
En Washington, el consejero de seguridad nacional Henry Kissinger encarga un informe sobre la cuestión [12].
De manera nada sorprendente, el informe viene a confirmar lo que piensa la Casa Blanca: el problema no son los Estados ricos sino los países pobres.
El informe señala: «No sabemos si el desarrollo técnico permitirá alimentar a 8,000 millones de personas, y mucho menos a 12,000 millones en el siglo 21.
No podemos estar completamente seguros de que en la próxima década no aparezcan cambios climáticos que creen considerables dificultades para la alimentación de una población que sigue creciendo, especialmente en los países en vías de desarrollo que viven en condiciones cada vez más marginales y vulnerables.
Existe en definitiva una posibilidad de que el desarrollo de hoy se dirija hacia condiciones maltusianas en numerosas regiones del mundo» [13].
Sobre esa base, Washington decide condicionar la ayuda destinada al desarrollo económico del Tercer Mundo a la aplicación de programas para el control de los nacimientos, así como orientar en ese mismo sentido la acción del Fondo de las Naciones Unidas para la Población y prestar apoyo a ciertos movimientos feministas a través del mundo.
La corriente ideológica de Rockefeller no se designa como «maltusiana» sino como «neo-maltusiana» ya que predica la difusión de la píldora anticonceptiva y el uso del aborto, soluciones que habrían horrorizado al pastor Malthus, partidario de la abstinencia obligatoria.
Esa doctrina parece sin embargo más comprensible si la situamos en su contexto histórico. A finales del siglo 18, el hambre asola Inglaterra.
La ley obliga a las parroquias a alimentar a los pobres, lo que provoca el empobrecimiento de la parroquia del pastor Malthus, quien observa que la fertilidad de los pobres es muy superior a la de los ricos.
Como consecuencia, los pobres son cada vez más numerosos, lo cual hace pensar que la carga que representan para la comunidad seguirá creciendo de forma exponencial mientras que los ingresos de la parroquia crecen sólo aritméticamente.
Inexorablemente llegará un momento en que ya no será posible seguir alimentando a los necesitados y estos harán entonces una revolución, como en Francia.
En plena guerra fría, los neo-maltusianos siguen el mismo razonamiento, con el temor de que en el nuevo contexto las multitudes hambrientas caigan en brazos del comunismo soviético.
Los neo-maltusianos emprenden una crítica del liberalismo y exigen que se implemente la protección del capitalismo mediante la imposición simultánea de un control estatal sobre el acceso a los recursos naturales mundiales y de una disminución autoritaria de la demografía del Tercer Mundo.
Volvamos ahora a la crisis petrolera de 1973. En Estados Unidos e Israel surgen inquietudes en cuanto al medio de presión del que disponen los países árabes productores de petróleo.
Henry Kissinger, Edward Luttwak y Lee Hamilton militan a favor de la protección por la vía militar del acceso de Estados Unidos al petróleo del Golfo. En 1979, Estados Unidos sigue enfrentando dificultades económicas.
En la Casa Blanca, el consejero para los Asuntos Internos, Stuart Eizenstat, aconseja utilizar a la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) como chivo expiatorio.
Finalmente, el presidente Jimmy Carter (miembro de la Comisión Trilateral, otro think tank financiado por David Rockefeller y dirigido por Zbignew Brzezinski) pronuncia su célebre discurso sobre la crisis de confianza [14].
Subraya en ese discurso la necesidad de Estados Unidos de lograr la independencia energética para recuperar la confianza en su propio porvenir económico.
Seis meses más tarde, el propio Jimmy Carter anuncia que el acceso de Estados Unidos a los recursos energéticos que necesita la economía estadounidense ha sido elevado a la categoría de prioridad estratégica [15].
Esta decisión conducirá posteriormente a la creación del CentCom y a los intentos de rediseño del Gran Medio Oriente.
En 1975, la caída de Saigón pone fin a la guerra en Vietnam y en el sudeste asiático. El posterior balance saca a la luz la guerra ambiental y climática que desató Estados Unidos sobre esa región.
A pedido del Pentágono, las firmas Dow Chemical y Monsanto fabricaban los llamados «herbicidas del arco iris».
El más célebre, el «agente naranja», se fabricaba a base de dioxina. Estos productos químicos fueron utilizados masivamente y durante largos periodos de tiempo, primeramente para destruir los arrozales y sembrar así el hambre entre la población y después para destruir las selvas que servían de refugio a los guerrilleros (Operación Ranch Hand). Resultado: 2,5 millones de hectáreas envenenadas y 5 millones de personas afectadas con diversos grados de contaminación [16].
El Pentágono también ordenaba bombardear las nubes con yoduro de plata para provocar lluvias torrenciales sobre el territorio de Laos, alargar la temporada del monzón e impedir así el uso de la ruta Ho Chi Minh, que garantizaba el aprovisionamiento de la guerrilla en Vietnam del sur (Operación Popeye) [17].
Estados Unidos y la Unión Soviética deciden de común acuerdo que, antes de emprender cualquier discusión sobre los temas ecológicos, es indispensable excluir de ellas las guerras ambientales y climáticas.
Sin previa concertación internacional, Washington y Moscú redactan entonces la Convención sobre la Prohibición del uso de técnicas de modificación del medio ambiente con fines militares o con cualquier objetivo hostil.
La Asamblea General de la ONU adopta a regañadientes ese texto a finales de 1976. Pero el documente está redactado de manera que las dos superpotencias se reservan diversas vías para eludir la prohibición que ellas mismas acaban de imponer a los demás Estados.
En lo adelante, las guerras ambientales y climáticas ni siquiera existen.
Por lo tanto… no hay por qué hablar de ellas.
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