2 de abril de 2010

Crónica de un proceso de radicalización

A propósito de la víspera del día en que el bravo pueblo venezolano derroto la dictadura mediática, resguardo la democracia popular en construcción y se arrojo a las calles a gritarle a la oligarquía y al imperialismo: ¡Chávez es el pueblo! ¡Aquí está el pueblo en las calles luchando por la concreción del sueño bolivariano de ver patria grande, patria bonita, patria potencia, patria Socialista!
En aquella batalla, el pueblo salió victorioso una vez más...
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Crónica de un proceso de radicalización

Nunca fui particularmente afecta a Chávez, pero debo confesar que me vi seducida al voltear mi mirada hacía él cuando, en la campaña electoral del 98, vi a Salas Römer pasar frente a mi edificio cabalgando sonriente mientras tras él corrían sus seguidores, a pie, tratando de alcanzarlo. ¿Acaso olvidó el gran político que una de las primeras formas de dominación fue la del jinete sobre el hombre a pie, el pata en el suelo? La imagen fue reveladora, por primera vez entendí a J. Bronowski cuando decía que «montar a caballo se convertía en algo más que un acto humano: el acto simbólico del dominio sobre todo lo creado». Aunque no me dejé seducir por la otra opción y no voté por Chávez, desde ese momento estuve convencida del triunfo del ahora Presidente, porque era obvio, que ya para ese momento, el «pueblo» estaba buscando un presidente en quien reconocerse.


Al momento de los sucesos de Abril, tomé posición en apoyo a la Coordinadora Democrática. Me parecían tan bonitos, todos reunidos, con globitos y franelitas de diferentes colores, que ordenadas le daban una imagen muy colorida a la marcha, que hasta creí en su democrática y civilizada protesta. Mi franelita era amarilla y me iba a inscribir en Primero Justicia. Pero pronto saldrían los militares a darle un toque enrarecido a todo ese acontecimiento. Lo demás es historia.
Desde esos fatídicos días me vi obligada por los vaivenes políticos a no tomar posición, a querer ver lo que pasaba a mi alrededor de la manera más crítica y sobre todo imparcial. Mi actitud notablemente ambigua y el hecho de que mis críticas buscaran blanco en un lado y en el otro, determinó un mar de ofensas que iban de chavista a escuálida, de reaccionaria a comunista, de marginal a pequeñoburguesa. Era agotador mantenerme en mi neutralidad suiza y la misma recibió su estocada final estos últimos días cuando la democrática oposición venezolana se reveló (aunque ya venían mostrándolo con poca cautela) como una oposición clasista, racista, segregatoria y, sobre todo, persecutoria.
El día del almuerzo navideño de la empresa en la que trabajo, el brindis, por supuesto, llevaba la solicitud divina de que Chávez se fuera lo antes posible. Las copas se alzaron y por encima del chichín de los cristales se escuchó la voz de una de las gerentes que decía:
—Aquí todavía quedan tres chavistas.
Entre esas tres estaba yo. Me sorprendió la mirada del resto de los empleados que se fijaron en nosotras, las chavistas, pero más me sorprendió el miedo que se reflejaba en los ojos de la secretaria y las palabras atropelladas de una de las empleadas que casi rogaba le creyeran:
—Yo no soy chavista, de verdad, yo no soy chavista.
Quizás fue la rabia, quizás fue mi resentimiento social, quizás fueron los tragos, pero de pronto escuche mi voz suicida decir:
—No sé si soy chavista, no me queda claro qué es el chavismo, pero me declaro antiescuálida.
Poco rato después, la muchacha encargada de la limpieza me llamó para decirme:
—Doctora, esto es inaguantable, a una amiga mía, que trabajaba de servicio en una casa de familia, la botaron cuando se enteraron que era chavista, hay que quedarse callado.
Traté de volver a mi «bella indiferencia» y escondí mi mal humor entre el ponche crema y las hallacas. Al llegar a casa me encontré a la conserje de mi edifico con una cacerola esperando que llegaran las ocho, para unirse al cacerolazo antichavista. Me llamó la atención porque hasta unos pocos días atrás era furibunda defensora del gobierno. Me acerqué y le pregunté sobre su extraño cambió de posición y me contestó:
—Usted sabe que yo soy chavista, pero la dueña del edificio se enteró y me dijo que tenía que bajar a tocar cacerola para que Chávez se vaya, y yo necesito mi trabajo.
Entré al ascensor y vino a mi mente una de esas palabras que cuando pequeña mi madre no me dejara decir, y con todo el gusto que presupone algo prohibido, dije en voz baja:
—Malditos escuálidos.
Traté de buscar el sueño por sobre el escándalo de las cacerolas antichavistas, el Himno Nacional y las palabras de cierre de la dirigente de la barra que gritaba enardecida:
—¡Gracias a Dios en el centro no hay ningún chavista!
A las once de la noche, cuando había logrado dormir, aunque con los dientes apretados, sonó el teléfono y para mi sorpresa era mi hermana, que desde Maracaibo me llamaba, asustada porque los cerros estaban bajando, allá en Caracas, y estaban arremetiendo contra los Medios de Comunicación. Con toda la rabia acumulada del día, asociada a la que me genera que me despierten cuando he logrado conciliar mi devastador sueño, que es el único que conozco, le contesté:
—Aquí, en la capital, todos los días bajan los cerros o quién coño crees tú que son los obreros que le echan bolas en este apacible valle. No me jodas. Déjame dormir.
Supe de mi injusticia con ella cuando me dijo:
—Llevo una semana sin gas, cortaron el suministro, se me está acabando el sueldo en comprar comida hecha. Estos sifrinitos de PDVSA, que se reúnen en la 5 de Julio, con sus trajes impecables y su chapita guindada en la solapa, creen que los voy a apoyar. Así nunca nadie sepa de mi desacuerdo con este paro, no voy a dejar de tocar mi cacerola a favor de Chávez.
Era verdad, nadie lo iba a saber, nunca saldría ella en las pantallas de RCTV, Globovisión o Venevisión, declarando su total desacuerdo con el paro y su apoyo al presidente. Ella, para ellos, no existe.
Cómo es que esta oposición no se ha dado cuenta de que el problema no es Chávez, que todo lo que está pasando, lo trasciende. Tengo mi teoría de que la oposición venezolana jugó a la debacle económica del país para lograr que los más pobres, sin tener que verlos, acercárseles o incluso tocarlos, voltearan su mirada hacia ellos y castigaran al Presidente por hacerlos pasar hambre; pero los tomó por sorpresa la sentencia de los desposeídos:
—¡Con hambre y desempleo, con Chávez me resteo!
No logran aún darse cuenta de que deben bajarse del caballo, dejar de jinetear por este valle y sobre todo dejar de esperar que los sigan a pie mientras cabalgan mirándonos por encima de su hombro. No. No logran darse cuenta. Al contrario, arremeten contra lo diferente, sin buscar integrarlo. Hoy ya no es válido el discurso, ya agotado, de que Chávez es el culpable del odio que se ha desatado. ¿Es que acaso no sabemos que hay determinados momentos en que el colectivo, de manera inconsciente, elige a alguien para que se convierta en vocero y actor de sus deseos? No, no es Chávez, son muchos otros voceros y actores, que siempre repudiaron lo diferente, sobre todo cuando de clases se trata, que desde el otro lado incitan al odio y a la exclusión. Lo tenían muy guardado y hoy Chávez es una excusa. ¿De dónde viene la sentencia que ha convertido al chavismo en el representante de lo primario, de los negros, de los sucios, de los alcohólicos, de los malandros, del desecho, de la violencia, del Lumpen, de los asesinos, de los brutos, de los indigentes? ¿De dónde, si no es desde sus ancestrales odios? La oposición ha jugado a desaparecer, a negar, a excluir a todo aquello que represente la diferencia. ¡Gracias a Dios en el centro no hay ningún chavista..! Un día después: la toma de la Plaza de La Candelaria por el chavismo. El chavismo: ese grito, de a ratos violento, que quiere dejarse sentir desde su herida sangrante por haber sido desde siempre objeto de violencia. Lamentablemente creo que la guerra anunciada desde hace tiempo ya se desató, porque no hacen falta dos bandos armados para que lleguemos a ese extremo, solo hace falta sentir que tu vida, en todos los sentidos, está en riesgo por ese Gran Otro diferente y amenazador. En una ocasión una amiga me dijo:
—Si hay que tomar posición lo haré por la clase media.
Hoy yo me digo: si hay que tomar posición y de clases se trata, no traicionare a la mía y estaré al lado de las minorías, que es donde siempre he estado, como mujer y como representante de los más humildes, aunque hoy yo haya logrado escalar algún peldaño. No traicionaré esa clase, de donde provengo y donde se asienta más de la mitad de mi familia. No me han dejado otra opción.
La voz de mi hermana del otro lado del auricular me trajo a la realidad, cuando preguntó:
—¿Aún estás allí?
Le contesté:
—Sí, acá estoy. Esos escuálidos son unos malditos.
Esta frase desató una gran carcajada en ella, infantil y transparente y me dijo:
—Voy acusarte con mamá que estás diciendo «malditos».
Yo le contesté:
—Dile también que dije desgraciados.
(No me jodan. Me siento amenazada y no voy a decir quién soy y ustedes tampoco lo digan. Les hago caso a las sabias palabras de la muchacha de limpieza).


Anónimo
Diciembre de 2002


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