Jorge Gómez Barata (CUBAHORA)
En todas partes, particularmente en América Latina, cuando la izquierda tiene éxitos la derecha carece de oportunidades. La mala noticia es que la ecuación también funciona a la inversa. Brasil, Bolivia y Chile ilustran esa regla que puede operar en cualquier país. El hecho, rutinario en Europa y cada vez más frecuente en América Latina de que una nueva izquierda, ilustrada, racional y moderada acceda al poder por medios electorales, puede indicar que en la región al fin la política se integra al progreso en su conjunto, tal como hace mucho tiempo ocurrió en otras latitudes.
Siempre que leo o escucho sobre revoluciones pacificas, de terciopelo o rosadas, olfateo un oxímoron. Las revoluciones son cismas, conmociones sociales, rupturas violentas, radicales y apasionadas, que dejan huellas perdurables. Por sus implicaciones históricas las revoluciones han sido muy pocas. En tres milenios se cuentan con los dedos de una mano: Estados Unidos (1776), Francia (1789), México (1910), Rusia (1917), China (1949) y Cuba (1959).
Las grandes revoluciones del siglo XX en México, Rusia, China y Cuba llegaron al poder de modo legítimo, aunque no por medio de las instituciones establecidas sino contra ellas y como parte de intensas luchas de clases que hicieron necesaria la violencia, las armas, la represión y la aplicación sumarísima de la justicia; así como la destrucción del orden estatal y el modo de producción vigente. Quiérase o no, semejante ruptura compromete las transformaciones deseadas y es menos viable cuando más avanzada se encuentra la civilización.
Por razones conocidas, en aquellos procesos, los vencedores no pudieron limitarse a imponer sus programas a los vencidos sino que los relevaron. Los bolcheviques suprimieron a la burguesía pero tuvieron que prescindir también de los empresarios, los banqueros, los juristas, los economistas y los generales sin tener con quien sustituirlos. La improvisación (aventura se reconoció recientemente) que afectó a complejos procesos sociales que involucraron a cientos de millones de personas devino regla y de alguna manera la anomalía se convirtió en virtud.
Los cambios que a nivel mundial acompañan a la globalización en su acepción de hito en la evolución de la civilización humana, tienen profundas repercusiones políticas con acentos particulares en América Latina, que a pesar de un bregar de doscientos años, hasta hace muy poco fue una región políticamente obsoleta.
Precisamente porque deberá impulsar el cumplimiento de metas históricas largamente aplazadas, el acceso de la izquierda al poder provoca confrontaciones motivadas sobre todo por la resistencia de las clases privilegiadas que, entre otras cosas, temen al radicalismo de la izquierda y evalúan a Evo Morales o a Rafael Correa a partir de los estereotipos de los comuneros de París o de los bolcheviques rusos. De ese modo eventos que debían transcurrir mediante reformas sucesivas y con relativa normalidad, en América Latina suelen ser denominados revoluciones, asumiendo más como lastre que como acelerador, las estereotipadas connotaciones que acompañan a esa definición.
En América Latina el fracaso de las oligarquías, los partidos políticos tradicionales, las democracias cooptadas, la fallida experiencia de la lucha armada y el fin de la ilusión neoliberal, junto a sucesos tan espectaculares como la Revolución Cubana, abrieron el camino al poder a los movimientos sociales y a una nueva izquierda, caracterizada por enfoques que lejos de omitirla, auspician la democracia, mezclando un creativo nacionalismo de tercera generación con opciones integracionistas. Por sus proyectos originales, la nueva izquierda se plantea usar el poder para transformar la sociedad, tratando de evadir violencias y rupturas.
Si bien las revoluciones latinoamericanas en la era global no son de terciopelo, tampoco tratan de tomar el cielo por asalto, ni arremeten a la bayoneta contra los bastiones del poder para barrer con la burguesía, destruir su Estado y sus instituciones, borrar sus constituciones y omitir sus leyes, renegar las reglas por las cuales se llegó al poder y decretar el fin de la historia.
En los procesos democráticos, alcanzar la mayoría no significa una licencia para aplastar a la minoría. Llegar al poder por medio de los votos implica el acatamiento de reglas que, cada cierto tiempo, obligan a exponerse a ese escrutinio y asumir como parte del sistema el hecho de que puede perderse por la misma vía sin que ello de por terminada la lucha.
Las decisiones de los presidentes Chávez y Evo Morales de someterse a eventos revocatorios y a elecciones regulares y el ejemplo de Lula de no intentar reformar la Constitución para buscar un nuevo mandato, hablan de una comprensión cabal de que el proceso histórico nunca fue una línea recta y exclusivamente ascendente y tampoco lo será en el futuro. Nadie puede cambiar eso.
En Brasil, favorecido por circunstancias locales que no son exclusivas, Lula asumió una lógica coherente y fue de menos a más, trabajando por construir un gobierno eficiente que a partir de dos grandes metas: desarrollo y lucha contra la pobreza, avanzó hacia construcción de un consenso nacional, que si bien no lo resolvió todo ni excluyó la confrontación política con la derecha, la mantuvo dentro de estándares que no rebasan los límites tolerables. El socialismo de Lula resultó porque, lejos de fraccionar al país, lo unió. Su fórmula no fue ortodoxa aunque si eficaz; no es una receta aunque si una referencia acreditada.
En el mundo realmente existente y no el que quisiéramos, la lucha política asume cánones nuevos, incluso por medio de los cuales, en América Latina es preciso realizar no sólo las tareas contemporáneas, sino algunas incumplidas desde hace doscientos años. Las experiencias históricas están a la vista y las realidades también. Allá nos vemos.
17 de enero de 2011
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