13 de enero de 2011

Maestros del odio listos para apretar el gatillo

Hay una conexión espeluznante y directa entre la retórica del odio que llega a extremos de frenesí en EE.UU., el ataque contra la congresista de Arizona Gabrielle Giffords, los llamados a eliminar al fundador de WikiLeaks Julian Assange y el noveno aniversario de la infame instalación del campo de prisioneros de EE.UU. en Guantánamo, Cuba. Esta inquietante conexión debería producir escalofríos a todo el que se preocupe, aunque sea remotamente, por los derechos humanos. Sin embargo no es así. Por lo menos no en EE.UU.

Assange volverá ante el tribunal en Londres el 7 de febrero para una audiencia de dos días completos sobre su posible extradición a Suecia, en relación con el ultra tenebroso caso de supuestos condones rotos y “sexo por sorpresa”, con la participación conjunta de dos grupis de Assange en el bochornoso Estocolmo de agosto pasado. Los abogados de Assange no perdieron tiempo en llegar al centro del problema: si lo extraditan a Suecia, el gobierno estadounidense hará todo lo posible por extraditarlo a EE.UU. Assange podría entonces enfrentarse a la pena de muerte, o a su mellizo de la “guerra contra el terror”: languidecer eternamente en el limbo legal de Guantánamo. Para EE.UU. el hecho de que haya tratados que prohíben la extradición bajo esas condiciones es un detalle que carece de importancia.

Almas ingenuas y bienintencionadas recordarán que el presidente estadounidense Barack Obama prometió cerrar Guantánamo. Eso no sucederá. El Congreso de EE.UU. destruirá toda posibilidad de transferir “combatientes enemigos” a EE.UU. continental para someterlos a un juicio normal. La Casa Blanca está a punto de condenar por lo menos a 40 de esos prisioneros a Guantánamo para siempre, sin acusación formal, sin juicio, sólo un vacío legal oculto. Y Bagram, en Afganistán, seguirá el mismo camino. Olvidad la constitución de EE.UU. y el derecho internacional.

Los derechos humanos deben ser una parte crucial en la estrategia de defensa de siete puntos de Assange, ya que una posible extradición viola el Artículo 3 de la Convención Europea de los Derechos Humanos. Por lo tanto el equipo legal de Assange, en el resumen básico de 35 páginas de su estrategia, tiene que subrayar la posibilidad concreta de que Assange sea sometido a una entrega ilegal y del “riesgo real de que pueda sufrir la pena de muerte. Es bien sabido que personalidades destacadas han dado a entender, cuando no lo han dicho directamente, que el señor Assange debería ser ejecutado.”

Y para insistir ante la opinión pública global, WikiLeaks publicó un comunicado de prensa en el que traza el inevitable paralelo entre la retórica de “eliminad a Assange” (la ex gobernadora de Alaska Sarah Palin diría “carguen” y luego disparen) y la narrativa derechista generalizada de maestros del odio estadounidense que culminó, por ahora, en el atentado contra Giffords. Menciona que Palin instó al gobierno de Obama a “cazar al jefe de WikiLeaks como a los talibanes”.

El futuro augura una radicalización, ya que el odio se encona en una configuración brevemente descrita por el propio Assange como “orwelliana”. En la medida en que los ataques contra WikiLeaks nunca han sido más fuertes, lo mismo ha ocurrido con el apoyo global. Y eso nos es todo. Sólo 2.017 cables diplomáticos de EE.UU. se han publicado hasta ahora (al mismo ritmo no se publicará todo antes del final de la década). Bank of America es el próximo mega-objetivo. Y todavía quedan las joyas sobre China, las Naciones Unidas y, sí, Guantánamo.

Aunque la colaboración entre WikiLeaks y algunos medios globales parece que ha llegado a un punto de equilibrio, en términos periodísticos es probable que se siga desencadenando una guerra entre los que defienden a los medios como –el término lo describe– instituciones mediadoras y los que apoyan los valores característicos de WikiLeaks de descargar trocitos de realidad con una intervención mínima. Aunque nada es mejor que la información en estado puro, son esenciales una cierta edición y contextualización. El público lector tiene que comparar las versiones originales con las filtradas.

Mucho más preocupante es el hecho de que el punto crucial de WikiLeaks –si los políticos y las personalidades en los medios en EE.UU. promueven el homicidio debieran ser procesados por haberlo hecho– no resuene en EE.UU. tanto como en el resto del mundo. Inevitablemente, como argumenta WikiLeaks, si se sigue estigmatizando al grupo como una especie de nuevo al-Qaida, es probable que ocurran otras tragedias similares a la de Tucson, Arizona.

No hay evidencia de que los promotores estadounidenses del odio, que enconan el pantano entrecruzado de la política y de los talk shows, vayan a recibir su castigo. No hay evidencia de que los dirigentes del partido republicano vayan a adoptar públicamente una posición contra la retórica de “eliminar”. La masacre de Arizona que acabó con seis personas e hirió a otras 14 ya está descartada en su conjunto en los círculos derechistas, como un acto aislado típico del típico solitario desequilibrado.

Por lo tanto no hay evidencia de que la carrera gráfica, endémica y acelerada hacia el fascismo de la sociedad estadounidense se vaya a encarar seriamente. Todos los que ansían un debate sereno y racional en la política estadounidense que abandonen toda esperanza. Es un asunto lamentable, predicho por el pensador político e historiador francés Alexis de Tocqueville hace más de un siglo y medio, en La democracia en América.

Hoy es Giffords. Mañana podría ser Assange. Pero el verdadero objetivo somos todos nosotros.

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